La
mañana amaneció cargada de un aire espeso, ese que siempre acompaña a las
traiciones inminentes. Los rayos del sol apenas se colaban entre los huequitos
de las paredes del recinto de la Asamblea Departamental, donde los ánimos
estaban tan caldeados como el café que corría en la oficina del Gobernador
desde el día anterior. Había llegado el día definitivo: era el momento de
aprobar o hundir un proyecto de ordenanza que no solo olía a ilegalidad, sino
que apestaba a negocios mal disimulados.
Gremios,
académicos, organizaciones ciudadanas y políticos opositores habían alzado su
voz contra la famosa “Tasa de Seguridad”, calificándola como regresiva,
inconveniente y diseñada para asfixiar aún más al empresariado antioqueño, así
como a la ciudadanía en general, en tiempos donde el bolsillo ya no da más. La
mayoría de la opinión pública en Antioquia rechazaba el impuesto disfrazado de
tasa, pero cuando un gobernador narcisista se empecina, la maquinaria del poder
empieza a rodar como una locomotora sin frenos.
La
prensa había estallado en titulares desde la noche anterior. Los teléfonos de
los diputados vibraban sin parar, y la fila de empresarios, líderes políticos,
abogados y lobistas en el despacho del Gobernador era tan larga que alguien
bromeó diciendo que parecía la entrada a al concierto de Karol G. La presión
era evidente: el proyecto debía salvarse a toda costa, así tocara revivir
alianzas, romper lealtades y repartir prebendas como si se tratara de una feria
de pueblo.
Mientras
se entonaba el himno nacional, inaugurando oficialmente la sesión, el ambiente
en el recinto era de pura incertidumbre. Los discursos iniciales, cargados de
frases huecas sobre “el deber patrio” y “la responsabilidad histórica”, eran
apenas el preludio de una batalla campal. Aún nadie sabía con certeza si el
Gobernador había logrado reunir los votos necesarios para aprobar su “Tasa de
Seguridad”.
El
único punto del día era ese: debatir el impuesto que, según el mandatario,
sería la herramienta definitiva para salvar al departamento de las garras del
terrorismo. En realidad, era poco más que un salvavidas dorado para
contratistas y empresas tecnológicas afines a su gobierno, que ya tenían listos
los borradores de contratos para cámaras de vigilancia, radios, carros
blindados y CAIS de policía tan modernos y funcionales como los que ya había
construido en un municipio donde fue alcalde. Todo, por supuesto, acompañado
del resurgimiento disfrazado de las temidas CONVIVIR, ahora bajo el eufemismo
de “frentes de seguridad ciudadana”.
El
mensaje estaba claro: en Antioquia, la seguridad se paga, quieran o no quieran.
Entre
los diputados estaba el SEÑOR X, un hombre de sonrisa medida y ambiciones tan
grandes como su habilidad para mantenerse al margen hasta el último minuto. Era
un pragmático de esos que “hacen que las cosas pasen”, de esos que en campaña
prometen ser la voz de la gente, pero que en la práctica son maestros del arte
de la neutralidad estratégica. Su respaldo inicial a los gremios económicos
había sido contundente. Días atrás, en una rueda de prensa, había proclamado
con vehemencia:
—Yo
no vine a esta Asamblea a cargar al pueblo con más impuestos. Esta propuesta no
tiene futuro conmigo.
Su
postura le había ganado el aplauso de empresarios y cámaras de comercio, pero
también la desconfianza del Gobernador, quien no tardó en invitarlo a una
reunión “de integración” en su finca. Allí, entre tragos de whisky y el
inconfundible aroma a asado, el Diputado reafirmó que la política no se hace
con discursos, sino con acuerdos. “Mijo, para hacer que las cosas pasen, hay
que apoyar a los que las hacen posibles”, le susurró un colega mientras le
deslizaba un documento que prometía un contrato millonario para un parque
tecnológico. El SEÑOR X no necesitó mucho más para replantear su posición.
La
sesión inició con la bancada oficialista desplegándose como un coro
perfectamente ensayado. Cada uno, al tomar la palabra, parecía competir por
quién usaba el término “seguridad” con más dramatismo y demagogia. Sus
discursos pintaban el impuesto como un sacrificio necesario, casi patriótico,
para defender al departamento de un supuesto colapso total.
Uno
de los más fervorosos, un diputado conocido por sus exabruptos en redes
sociales, se levantó con teatralidad:
—¡No
podemos permitir que el crimen siga robando la tranquilidad de nuestras
familias! Este impuesto es un acto de responsabilidad con nuestro futuro y con
las generaciones venideras.
El
reloj de oro que asomaba bajo su manga traicionaba el dramatismo de su
intervención; su costo superaba el ingreso anual de muchas familias de las que
pretendía defender. Otro diputado, no menos teatral y un poco más vulgar, se
sumó al coro:
—¡Si
el gobierno nacional no quiere combatir a los terroristas, Antioquia, que sí
tiene “guevitas”, lo hará con sus propios recursos! Aquí no estamos para el
embeleco de la “paz total”, estamos para resultados, para ajusticiar a los
terroristas.
Las
intervenciones parecían más discursos de campaña de la extrema derecha que
reflexiones sobre política fiscal. El Gobernador sonreía satisfecho desde su
oficina (porque no quiso asistir al recinto de la asamblea, como era usual en
él). La escena era un desfile de argumentos prefabricados que rozaban lo
absurdo, pero que cumplían su cometido: sembrar el miedo como herramienta de
persuasión.
Mientras
tanto, los gremios económicos preparaban su propio show. Adornados con trajes
impecables, lanzaron advertencias apocalípticas sobre el impacto del impuesto.
Un
empresario de una cadena de supermercados proclamó con voz grave:
—Este
atropello fiscal nos obliga a subir los precios, afectando directamente al
consumidor final.
Por
supuesto, omitió mencionar que esos precios ya subían semanalmente sin ayuda de
ningún impuesto.
Otro
empresario intentó convencer a los diputados más alineados con el Gobernador,
apelando a su sentido de la coherencia:
—No
caigan en lo mismo que critican al presidente. Ustedes son paisas, de derecha.
No repitan los errores de un gobierno de izquierda.
La
tensión escaló. Acusaciones cruzadas llenaron el recinto.
—¡Ustedes
están vendidos al Gobernador! —gritó un diputado opositor, golpeando la mesa
con una vehemencia que apenas disimulaba su falta de argumentos.
—¡Y
ustedes defienden a los ricos porque les pagan las campañas! —respondió otro,
en un tono que parecía más dirigido a las tribunas que a sus colegas.
En
una esquina del recinto, un diputado de la oposición pidió la palabra. Con un
tono pausado, pero firme, desmontó la propuesta del impuesto usando conceptos
como “capitalismo parasitario” y “regresividad”.
—Este
impuesto no es más que un tributo regresivo —dijo, alzando un documento con
cifras—. Los pobres, los más pobres, también pagarán, al igual que los pequeños
empresarios, los comerciantes, los industriales y los emprendedores. Los únicos
que no se verán afectados son los banqueros, los terratenientes y los
dependientes del capitalismo rentista.
¿Es esta la justicia económica que queremos para Antioquia?
La
sala reaccionó con una mezcla de indiferencia y desdén. Un veterano, de esos
que llevan seis periodos en la asamblea, murmuró:
—¡Estos
académicos de izquierda, siempre con su carreta y su poca concreción!
El
diputado de oposición continuó, imperturbable:
—La
seguridad no se compra. La seguridad se construye con empleo digno, educación
de calidad y un sistema fiscal progresivo que grave al capitalista rentista, a
los mega ricos que viven de la especulación, no a los trabajadores y
empresarios que producen riqueza. Este impuesto perpetúa un modelo regresivo.
Sus
palabras cayeron en el vacío. Mientras hablaba, algunos revisaban sus
celulares, otros pedían café, y uno incluso se quedó dormido. De repente,
posterior a unos minutos de murmullos y nerviosismo al interior de la BANCADA
C, una de las bancadas que acompañaba la propuesta del gobernador, el vocero de
la bancada solicita un receso. Dicho receso fue aprobado por el presidente de
la asamblea.
El
receso fue un espectáculo en sí mismo. En una sala privada, el Gobernador
reunió a los suyos y a los indecisos. Allí, con la habilidad de un traficante
de favores, desplegó su arsenal: puestos para familiares, contratos para
empresas afines y hasta la remodelación de una parroquia para un diputado
devoto.
—No
se me caigan ahora, muchachos —dijo, con una sonrisa que escondía un
ultimátum—. Esto es por Antioquia.
Las
promesas surtieron efecto. Para cuando sonó la campana que marcaba el fin del
receso, los votos estaban asegurados. Los catorce diputados que apoyaron la
tasa lo hicieron con rostros tensos, conscientes de que habían hipotecado algo
más que su reputación. La votación fue rápida y dolorosa. Catorce a favor, diez
en contra. Los gremios se levantaron indignados, prometiendo venganzas en las
urnas. Los ganadores, lejos de celebrar, parecían presos de un remordimiento
que ni los contratos futuros podían disipar.
El
SEÑOR X salió del recinto con una sonrisa que intentaba ser convincente. En su
mente resonaban las palabras de un gremialista:
—Esto
no termina aquí, Diputado. El pueblo siempre cobra… y nosotros también.
Y así, Antioquia amaneció con un nuevo impuesto, el mismo nivel de inseguridad y un sistema político aún más desacreditado. Pero, como siempre, los verdaderos ganadores estaban en las sombras, listos para cobrar su parte del pastel. Porque, en este juego, las tasas siempre las pagan los mismos… y también las cobran los mismos.
Nota:
esto es ficción, cualquier parecido con
la realidad es pura coincidencia. Dicho eso, pueden ver la grabación de la
sesión de la Asamblea de Antioquia en donde el pasado 4 de diciembre aprobaron
el llamado por algunos “impuesto de guerra decembrino”.
Por: Juan David Muñoz, Diputado de Antioquia