Crónica de la muerte de un campesino en la ciudad

Su mano, ya casi huesuda, se extiende en forma de petición a un cuadro de San Judas Tadeo, que se encuentra en la pared junto a su cama. Esa es una de las últimas imágenes que tengo de Constantino de Jesús Toro Bedoya, mi abuelo, el hombre de cabellos blancos que rodeaban esa calva reluciente; él siempre esperaba con ansias nuestra visita los festivos o en vacaciones, ahí en esa finca lejana, ubicada en la vereda Buena Vista del municipio de Santa Bárbara Antioquia.  Desde que tengo memoria de mi abuelo, siempre fue viejo, ya tenía las manos llenas de arrugas por el pasar de los años, su caminar bamboleante era su mayor característica, pues caminaba así, a causa de una hernia que no se podía operar; pero a pesar de eso, su caminar siempre fue imponente. 




Son los mejores recuerdos de mi infancia, esos cálidos días siempre traen una sonrisa a mi rostro. Jugaba con mis primos a las escondidillas, hacíamos retos haber quién podía comer más guayabas con limón y sal, o que decir de los calentados de mi abuela que eran exquisitos, ella siempre iba con nosotros a pesar de que hacía muchos años ya no vivía con el abuelo, pero siempre estaba allí como la fiel compañera que era, recuerdo una hamaca por la cual nos peleábamos o hacíamos carreras para subirnos de primeros; sin duda, los mejores momentos de mi infancia. Don “Tino” como lo llamaban vivía solo hacía muchos años, al ser niño no sabía y tan poco tuve curiosidad de saber por qué; pero después de que falleció me enteré de muchas cosas que nunca imaginé; el abuelo siempre fue una persona amplia, o por lo menos es lo que siempre veía, pues cada vez que alguien iba a la finca regresaba con “revuelto”, frutas y lo que fuera que se pudiera coger de lo que tenía sembrado, cuando era momento de partir siempre ensillaba “la bestia”, una hermosa yegua blanca que nos brindaba su ayuda para subir a la abuela y lo que se había empacado, al llegar a la carretera principal que comunica el municipio con la ciudad de Medellín un niño que vivía cerca de donde mi abuelo, se devolvía con el animal y se ganaba algunos pesos por dicha encomienda. 



Cuando era momento de partir, se volvía inevitable ver la nostalgia en los ojos del abuelo, era como si quisiera que el día no terminara nunca, después de unos años entendí, que su nostalgia era más una consecuencia de no poder cambiar el pasado. A medida que íbamos subiendo, su figura se hacía más y más pequeña, hasta desaparecer por completo. Amaba sus historias, creo que por eso me siento como un alma vieja, pues era de los pocos niños que se sentaba expectante por saber que relato iba a contar; recuerdo la vez que nos contó sobre las “huacas” o “entierros” que habían dejado los indígenas en los montes y que en las noches había quienes seguían unas lucecitas que supuestamente era el oro que brillaba; como esa fueron muchas las historias que contaba Don Tino a quien quiera que lo visitaba. Algún día llegué a ir con unos amigos de Medellín que tenían una finca en la vereda donde yo vivía; y mientras me subía a un palo para coger ciruelas, una niña, la hija de ellos, dijo que nos íbamos a casar, recuerdo la risa de los adultos por la ocurrencia de esa niña de 11 años, aunque para mí con 13 años era la ilusión de un amor que creía imposible, cosas como estas pasaban en ese pedazo de tierra de muchas hectáreas y por eso era feliz cuando visitábamos al abuelo.  



Los años fueron pasando y cronos en su afán por deteriorar la vida, hizo lo propio con todos, los niños crecimos, los tíos y padres se hicieron más viejos, y claro mi abuelo también. Mi madre, mi hermana y yo, nos fuimos a vivir a la ciudad, y al estar todos más grandes y más lejos, cada vez fue menos el tiempo y dinero que se tenía para regresar donde el abuelo; no llevaba ni un año viviendo lejos de mi tierra natal, cuando recibimos la noticia de que el viejo estaba en el hospital causa de un derrame; por esa razón, lo tuvieron que dejar dónde una tía en Itagüí para poderlo cuidar en su recuperación. Allí lo volvimos a visitar después de un tiempo de no haberlo visto, lo recuerdo en una silla de ruedas, que le ayudaba a movilizarse mejor y cuando no quería estar ahí sentado usaba un caminador o bastón para estirar las piernas; pero no era lo mismo que antes, esos días cálidos ya no estaban presentes, los nietos correteando para subirse a la hamaca se había vuelto un recuerdo, ya la familia no estaba completamente reunida, cada quien iba de vez en cuando para ver cómo estaba el viejo. 

Todos saben cómo son los abuelos de tercos, y el mío no era la excepción, pues a pesar de haber pasado algún tiempo enfermo, insistía en regresar a su finca y quedarse allí a pasar sus últimos años de vida, cómo quien dice, morir en su finca, pero nadie quería que eso pasara, pues volvería a estar solo y ya a su edad no era una buena opción. Sin embargo, como muchas otras cosas en su vida, se salió con la suya y volvió a la finca, pero, tristemente, los días de estar allí en familia no regresaron con él, sin embargo, no pasó mucho para que Don Tino, quien siempre fue comparado con un roble, recayera de nuevo y con un segundo derrame no habría ninguna posibilidad de volver. Esta vez todo fue diferente, el abuelo desmejoró mucho, ya ni en silla de ruedas podía estar y una metástasis en su cuerpo lo dejó completamente postrado a esperar la hora en que la parca decidiera pasar por él, perdió el habla y esas historias maravillosas que nos contaba enmudecieron también; cada vez que lo veía en esa cama, una nostalgia mayor a la que el abuelo sentía cuando nos íbamos me invadía, pues verlo ahí era desolador. 




Quiero regresar de nuevo al inicio de esta crónica, viendo al abuelo estirar su mano hacia ese cuadro esperando una ayuda divina para no seguir aquí, escuchaba a una tía, que hoy tampoco está con nosotros, decir: “ojalá diosito se acuerde rápido de mi papá y se pueda ir a descansar”. Ese fin de semana estuvimos varios familiares ahí con él, y por supuesto mi abuela, y pasó algo que nunca se borrará de mi mente, pero, para que haya un mayor contexto, les contaré qué pasó antes de ese momento único que hoy reposa en mi memoria. Todas mis tías, mi madre y algunos primos habíamos decidido ir a visitar al abuelo, la tía que lo cuidaba y vivía con él, ese fin de semana se había ido para Santa Bárbara a hacer algunas diligencias y regresó el domingo para poder estar todos con él, pero como si fuese un niño pequeño, mi abuelo hizo una pataleta, pues no quería comer, estaba molesto, porque mi tía no se lo había querido llevar, obviamente no era posible, pero ese campesino que toda su vida estuvo en fincas rodeado de animales, no perdía la esperanza por más pequeña que fuera de dar sus últimos suspiros en el campo; sin embargo, el destino es caprichoso y no sería esa la forma en la que Don Tino nos dejaría; volvamos de nuevo a ese momento guardado en mi memoria, durante la pataleta del abuelo, Doña Blanca, mi abuela, decidió darle ella misma la sopa, pues, era necesario que el viejo comiera, pero ni así quiso aceptar y pasó lo que creí nunca ver, mi abuela le tomó la mano, algo que ni en esos días cálidos en la finca había pasado, y le dijo: “Tino usted siempre tan cascarrabias, mijo coma algo, no se enoje, lo quiero mucho”. Inmediatamente, llamé a mi mamá y mi hermana para que apreciaran lo que yo estaba viendo, no teníamos a la mano ni un celular o cámara para capturar el momento y dejarlo en la posteridad, pero en mi mente sigue estando intacto ese instante volviéndose en otro de los mejores momentos de mi vida, ocho días después y luego de que el abuelo hablara con mi padre, con el cual no tenía una buena relación por inconvenientes en el pasado, falleció, suponemos que el viejo necesitaba eso, irse en paz y tranquilo sin rencor ni odio con nadie en este mundo. 




Aún lo recuerdo, siempre pensé en la posibilidad de volver a esa finca y compartir con todos como en esos años de mi niñez, pero eso ya no será posible, dicho pedazo de tierra fue vendido y con eso, esa posibilidad, sin embargo, como siempre pasa en las familias numerosas la única manera de reunirnos fue en el entierro de Don Tino, de hecho allí conocí primos y familia que no sabía que existían, conocí más anécdotas y vivencias en la finca de las cuales no hice parte; supe que el abuelo había sido fundador de la cooperativa de apicultores de Santa Bárbara, que mi abuela era sobrina del viejo y muchas otras historias que hicieron bajar a mi abuelo del pedestal en el que lo tenía, pero también entendí que volvió a pasar, nos volvimos a juntar para visitar al abuelo, pero esta vez en su última morada y la nostalgia que antes se reflejaba en la mirada de él, estaría ya en nuestros rostros, pues nos había dejado para siempre y mientras regresábamos a nuestras casas, su tumba se hacía cada vez más pequeña y más pequeña. Sí de esta manera fue como un campesino murió en Itagüí y fue enterrado en Caldas Antioquia, digamos que la ciudad, o al menos es así cómo muchos campesinos llaman a esos municipios llenos de edificios. 

AUTOR: Alejandro Correa

Una vida luchando contra la vida - historia complementaria